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Otto Warburg: la historia del científico judío y gay que los nazis nunca
tocaron
Convivió toda su
vida con su compañero, Jacob Heiss, y se dedicó a la investigación del cáncer
como si la Shoá no existiera. Se cree que lo protegía Hitler en persona, por su
preocupación hipocondríaca, que lo hacía estar pendiente de los avances de la
ciencia alemana. En “Ravenous”, Sam Apple cuenta su vida y por qué su
investigación, despreciada luego de la Segunda Guerra Mundial, hoy se ha vuelto
a valorar
Por
12 de Junio de 2021
Cuando le dieron
el premio Nobel en 1931, por
revelar uno de los secretos del cáncer, dijo “Ya era hora”.
Cuando un
funcionario nazi le exigió que firmara una “declaración de raza aria”, devolvió
el formulario en blanco. Cuando el mismo funcionario se presentó en su
laboratorio y le hizo el saludo con el brazo derecho a 45 grados, pasó a su
lado sin devolvérselo, abrió la puerta y le señaló el final del pasillo: “Allí
está la salida”. Odiaba que lo molestasen mientras trabajaba.
Otto Warburg fue un científico
excéntrico. Mientras otros nombres brillantes como Albert Einstein y Otto Meyerhof abandonaban Alemania e
incluso Fritz Haber, de origen judío pero convertido al
protestantismo, comprendía que eso no lo salvaría de sucumbir a la aplicación
de las leyes raciales de nazismo y emigraba, Warburg continuó su investigación
como si nada sucediera a su alrededor.
En 1942 llegó
a exigir que el gobierno de Adolf Hitler le cambiara su status
de Mischling, cruzado, como lo consideraba la normativa de 1935 ya
que tenía un padre judío y una madre protestante, por uno de igualdad
con los arios, y lo obtuvo. Su amante, Jacob Heiss, con el que
convivió toda su vida en una mansión de Dahlem, un barrio elegante
al sudoeste de Berlín, transmitía sus órdenes con la mayor
naturalidad en el laboratorio construido, según las detalladas indicaciones de
Warburg, al estilo rococó de una propiedad holandesa del siglo XVIII que le
había encantado.
Ni el hecho de que
fuera de ascendencia judía ni el hecho de que fuera gay implicaron que su vida
peligrase, cuando Hitler ya encerraba a ciudadanos alemanes por mucho menos y
se disponía a sembrar Europa de campos de concentración. Eso,
sumado al hecho de que Warburg rechazó una oferta de la Fundación
Rockefeller para continuar su investigación en Nueva York,
hizo que el mundo científico supusiera que apoyaba el nazismo. Lo pagó caro al
terminar la Segunda Guerra Mundial: quiso vivir y trabajar en los
Estados Unidos y no lo logró.
Sin embargo, su
verdadera historia es mucho más compleja, según cuenta Ravenous, Otto Warburg, the
Nazis, and the Search for the Cancer-Diet Connection (Con hambre
voraz: Otto Warburg, los nazis y la búsqueda de la conexión entre cáncer y
dieta), una biografía del singular bioquímico alemán a la vez que una
crónica de un siglo de investigación en cáncer. Porque las ideas de
Warburg, que cayeron en el olvido con el fin de la guerra, recientemente han
vuelto al campo de la investigación médica.
El autor del
libro, Sam Apple, se interesó por la resurrección del “efecto
Warburg” en las investigaciones científicas sobre el cáncer hacia finales del
siglo XX: se trata de una particularidad del metabolismo de las células por la
cual las malignas tienen un consumo de glucosa 200 veces mayor que las células
normales. Esa voracidad, creía Warburg, era la clave para terminar con el
cáncer: bastaría con hambrearlas.
La
derrota de Alemania por los Aliados y el surgimiento de la investigación genética como posible origen de la enfermedad lo
dejaron en el olvido.
Algunas
décadas más tarde, la falta de resultados y el vínculo entre obesidad y cáncer
devolvieron a Warburg a la discusión académica. Apple dio con la pista, hizo un artículo para la revista de The New York Times y se encontró fascinado por la historia. No pudo
dejarla, y al conocer las características personales de Warburg y los azares de
sus circunstancias, comenzó este libro.
El padre de Warburg, también
científico, era amigo de Albert Einstein: se los ve en esta conferencia
international de física que organizó Ernest Solvay en 1911. Casi todos los
presentes eran premios Nobel. Entre los están Max Planck, Marie Curie y Jules Henri
Poincare. (Couprie/Hulton Archive/Getty ImagesLa derrota de Alemania por los
Aliados y el surgimiento de la investigación genética como
posible origen de la enfermedad lo dejaron en el olvido. Algunas décadas más
tarde, la falta de resultados y el vínculo entre obesidad y cáncer devolvieron
a Warburg a la discusión académica. Apple dio con la pista, hizo un artículo para la
revista de The New York Times y se encontró fascinado por la
historia. No pudo dejarla, y al conocer las características personales de
Warburg y los azares de sus circunstancias, comenzó este libro.
De los más de 100
científicos del Instituto Kaiser Wilhelm que el nazismo
consideraba judíos —y 2.600 en el país, con distintos grados de asimilación,
que emigraron para salvarse—, ¿por qué Warburg fue el único que ocupaba
su silla cuando cayó Berlín?
A partir de esa
pregunta, Apple comenzó a reconstruir una historia en la que se mezclan la
arrogancia del científico, la hipocondría de Hitler y las encrucijadas morales.
Warburg era una
estrella en el cielo abigarrado que era la ciencia alemana antes del ascenso de
Hitler: desde que se instituyó el premio Nobel, en 1901, hasta 1932, Alemania
concentró un tercio de las distinciones. Dos de esos premiados, Einstein
y Max Planck, eran amigos de su padre, Emil Warburg,
uno de los físicos más importantes del país. Otro, Emil Fischer,
fue su profesor de química. Él mismo recibiría el suyo dos años antes de la
llegada de Hitler al poder, cuando ya era director del Instituto de
Fisiología Celular, parte de la Sociedad Kaiser Wilhelm.
Aunque era Mischling (padre judío y
madre protestante) y gay, Warburg logró trabajar sin problemas durante todo el
nazismo. (Ravenous/Liveright)
Muchos de esos
científicos eran judíos, y debieron abandonar su país; en 1937 Hitler decretó
que ninguno de sus nacionales podía rebajarse al premio Nobel. La preeminencia
científica de Alemania se desplazó hacia los países que recibieron a
sus emigrados, principalmente los Estados Unidos.
Warburg, sin
embargo, se mantuvo en su puesto, indiferente a la realidad. “No se preocupó
particularmente por lo que le hacían a otras personas”, dijo Apple a The
New York Jewish Week (NYJW) sobre su biografiado. “Estaba feliz sólo
por estar en paz en su instituto. Trató de proteger a algunas personas: invitar
a trabajar en su laboratorio a Hans Krebs y a otros famosos
bioquímicos fue una manera de protegerlos. Había un tipo, Erwin Haas,
a quien protegió porque valoraba su conocimiento científico, pero también hubo
otro joven investigador judío al que despidió en 1933, aparentemente bajo
presión”.
Según el testimonio de un primo, Warburg se preguntó cada día del nazismo si no debía irse. Pero no porque fuera un defensor los judíos perseguidos, aclaró el biógrafo: muchos de los emigrados, supo, no estaban a gusto en sus nuevos lugares. “Habían perdido todo el prestigio que tenían en Alemania”, siguió Apple. “Él se conocía y sabía que iba a ser desdichado si se marchaba. Se conocía lo suficiente como para saber que necesitaba su castillo para sentirse como un emperador”.
Así lo llamaban sus
vecinos, “el emperador de Dahlem”, cuando lo veían pasar por el barrio junto a
Heiss, siempre elegante y a paso firme en sus botas con espuelas. Su casa era
una de las más fastuosas de la zona, con techos de más de cuatro metros de
altura, un pasillo con baldosas de piedra, pisos de parquet y un espacio
dedicado a su hobby: un establo y un área de equitación.
Él no se
consideraba menos. “Se puede discutir si Walburg fue el bioquímico más grande
de su tiempo, pero casi con certeza fue el más vanidoso de la historia”,
escribió Apple.
“Como lo expresó un
colega, si la arrogancia se midiera en una escala de 1 a 10, ‘Warburg
clasificaría con 20′. Warburg estaba tan enamorado de sí mismo que en una
ocasión rechazó salir en una fotografía con un grupo de científicos que
él consideraba inferiores, y buena cantidad de los científicos de ese grupo
eran ganadores del premio Nobel”.
Para el Reich, sin
embargo, era un Mischling, y si bien el nazismo no libró esa pelea mientras se
entronizaba, porque su reputación internacional era una clave en la acumulación
de poder, una vez que se declaró la guerra los medio judíos y hasta un cuarto
de judíos eran simplemente indeseables, y luego de la conferencia de
Wannsee —donde se planeó la “solución final”, eufemismo por
exterminio— en 1942 la situación de Warburg se volvió mucho más precaria.
“Hitler odiaba especialmente a los Mischlinge porque eran la encarnación viva
de lo que detestaba: la mezcla de judíos y arios”, recordó Apple a NYJW.
“Hitler odiaba especialmente a los
Mischlinge porque eran la encarnación viva de lo que detestaba: la mezcla de judíos
y arios”, recordó Sam Apple, autor de "Ravenous".
Warburg, como en
una realidad paralela, prohibió la bandera y el saludo nazis en su
instituto y no tenía adherentes a Hitler entre su personal. Cuando le
solicitaron que diera fe de su origen ario en un formulario era a los efectos
de obtener etanol, una sustancia regulada, para sus investigaciones; todo el
episodio del desaire y la expulsión del funcionario de Hitler condujeron a una
queja oficial ante el director de la Sociedad Kaiser Wilheim, Planck.
El físico, que
había visto crecer a Warburg, lo citó en su oficina. “Para alguien
completamente convencido de su propia grandeza, la idea de que una escoria nazi
le dijera cuáles químicos podía ordenar y cuáles no era casi inconcebible”,
escribió Apple. “Como le manifestó una vez a su hermana: ‘Yo estaba
aquí antes de Hitler’”. El biógrafo especuló que Planck le dijo al hijo de
su amigo que no se preocupara, porque sus pedidos de etanol serían formulados
desde la Sociedad, pero que, en el futuro, fuera más tolerante con los enviados
del Führer.
La explicación,
según Ravenous, es que el cáncer, que crecía en
los países occidentales desde el siglo XIX, era un temor nacional en Alemania
y, sobre todo, una fijación personal de Hitler. Sus colaboradores
más cercanos estaban convencidos de que sólo Warburg, en el mundo entero,
estaba tan avanzado en el hallazgo de una cura.
“Hay una tremenda
cantidad de pruebas de que Hitler estaba obsesionado con el cáncer más que con
otras enfermedades”, dijo Apple a NYJW. “El cáncer ocupaba buena parte
de la hipocondría de Hitler.
Constantemente
hablaba sobre la investigación, presumía de teorías sin sentido sobre el cáncer
y probaba un montón de terapias dietéticas. No tengo prueba clara de que Hitler
estuviera directamente involucrado en el caso de Warburg, pero muchos elementos
apuntan a eso”.
Hitler estaba obsesionado con el
cánder y sus colaboradores más cercanos creían que Warburg, en el mundo entero,
era el investigador más avanzado en el hallazgo de una cura. (Imagno/Getty
Images)
Se sabe, además,
que Hitler aludía al cáncer, en un recurso demagógico, como metáfora de
los judíos, y en sus discursos y hasta en Mein Kampf mezclaba
delirios y ciencia para explicar que el cáncer era el síntoma de la sociedad
degenerada. “En el caso de Hitler, la conexión entre los judíos y el cáncer era
más que una metáfora”, destacó Apple. “Era más bien una conexión literal dentro
de su cabeza. Le preocupaba el cáncer y le preocupaban los judíos”.
Así, aunque no pudo
ser profesor ni atraer a los científicos nazis para que colaborasen con él, por
el desprestigio que podía contagiarles su condición de Mischling, Warburg
trabajó en completa libertad durante toda la guerra —moriría en Alemania en
1970— y logró amar a otro hombre en las narices del Führer.
“Es asombroso que
haya sobrevivido, no sólo como judío o Mischling sino también como alguien que
muy claramente era homosexual”, comentó Apple a NYJW. “Él y su compañero
vivían en la misma casa, viajaban juntos y eran inseparables. Está
claro que en algún momento alguien lo denunció o escribió una carta a las
autoridades acusándolo de homosexualidad, entre otros delitos. Pero del mismo
modo que se negó a permitir que los nazis interfirieran con sus estudios
científicos, no iba a permitir que alguien interfiriera con su estilo de vida”.
Si bien el acoso de
algunos funcionarios nazi se intensificó, el 21 de junio de 1941
Warburg obtuvo una cita en la Cancillería, la sede del gobierno nazi en
Berlín, y confirmó que podía seguir trabajando en el instituto siempre que se
concentrara en la investigación del cáncer. Lo curioso es que ese día fue
el comienzo de la invasión a la Unión Soviética, la Unternehmen
Barbarossa: ¿quién en las altas esferas podía hacer que se concediera, en
una jornada tan intensa, una entrevista a un científico que ni siquiera
trabajaba en el proyecto atómico?
El día en que Alemania invadió la
Unión Soviética, Warburg tuvo una cita en la sede del gobierno nazi en Berlín
para confirmar la continuidad de sus investigaciones.
En 1943, para
evitar los crecientes ataques aéreos, Warburg debió abandonar el edificio
rococó y reubicó su laboratorio en la localidad de Liebenburg, en
las afueras de Berlín. Al año siguiente, cuando fue nominado por segunda vez al
Nobel, ni siquiera pestañeó, dada la prohibición que Hitler había impuesto al
premio para los alemanes. Así terminó la Segunda Guerra Mundial y Warburg
seguía saciando el apetito voraz de energía de las células malignas, y el suyo
de gloria.
“Que las células
cancerosas por lo general consumen enormes cantidades de glucosa y fermentan
buena parte de ella es algo que fue confirmado por otros científicos en las
décadas siguientes a que Warburg hiciera su descubrimiento. Sin embargo, en la
década del cincuenta algunos científicos rechazaron la explicación que Warburg
daba al fenómeno”, contó Apple.
Mientras el
emperador vociferaba ofendido en esos debates, porque creía que lo único
importante de la oncología de los años recientes era su trabajo, “en 1953
James Watson y Francis Crick, a partir de la investigación de Rosalind
Franklin, descifraron la estructura del ADN y
abrieron la nueva era de la biología molecular”.
La idea de hambrear
a las células malignas para combatir el cáncer se hizo a un lado: la enfermedad
podía deberse a mutaciones genéticas y por lo tanto debía tener una solución
en el nivel de los cromosomas.
Warburg se volvió
cada vez menos sociable y cada vez más excéntrico, aunque se mantuvo como
director del Kaiser Wilhelm, renombrado Instituto Max Planck, hasta
su muerte. Pasó sus últimos años obstinado en cumplir una dieta
estrictamente orgánica, al punto que llevaba sus propios alimentos a los
restaurantes para que se los preparasen.
Otto Warburg en el Instituto Nacional
de Salud de EEUU con el argentino Bernardo Houssay (centro) y Rollo Dyer,
director de la institución.
A fines de la
década de 1990, a casi 30 años de la muerte de Warburg, la cura genética del
cáncer seguía sin aparecer y varios científicos volvieron a pensar en
alternativas de tratamientos, entre ellas el metabolismo de las células. The
Hub, publicación de la Universidad Johns Hopkins, recordó que
uno de ellos, Chi Van Dang, parte de su profesorado, redescubrió
la importancia de la obra de Warburg.
“Basándose en
investigaciones anteriores, Dang y otros llegaron a la conclusión de que las
células cancerosas son adictas a los nutrientes y, a diferencia de las células
sanas, carecen de mensajes internos para conservar recursos cuando no hay
comida disponible. Sin su fuente de energía, pueden morir”, explicó The
Hub.
“Dan volvió a
conectar su investigación a los estudios precursores de Warburg sobre las
enzimas y el papel que el metabolismo celular podría cumplir en el surgimiento
del cáncer. Comenzó a investigar la obra del bioquímico alemán más
detalladamente”, completó el artículo.
Otros retomaron
también aquel camino.
Y resultó que
la cuestión genética y la metabólica no se excluían a la hora
de decidir adónde van los recursos de la investigación: “Una cantidad de las
mismas mutaciones genéticas que hacen que una célula se divida sin límite
también hacen que una célula coma sin limitaciones”, resumió Apple.
“Hacia 2010 el redescubrimiento del enfoque metabólico del cáncer que
hizo Warburg había llevado a resurgimiento por todo lo alto, con nuevas
conferencias científicas, nuevas drogas destinadas a privar a los cánceres de
los nutrientes que necesitan para crecer y miles de publicaciones académicas”.
El cáncer,
argumentan hoy los científicos, es una enfermedad genética, pero consiste en
una transformación genética que no se puede comprender aparte de la
transformación metabólica. Thomas Sefried, biólogo de Boston
College, es uno de esos investigadores, y sintetizó a Apple su parecer
sobre la hipótesis de Warburg: “Descubrimos que el hijo de puta tenía razón”.